Singapur es singular. Es una isla ciudad-estado, en el
sudeste asiático, cuyo idioma oficial es el inglés, donde se conduce por la
izquierda y está prohibido masticar chicle.
Y Singapur es sobretodo plural.
Tirando de wikipedia para explicar algunos de estos hechos:
Singapur fue fundada en 1819 por el británico Raffles (apellido muy presente al
pasear por la cuidad), y fue colonia inglesa durante 144 años. A día de hoy, es
el tercer país con mayor renta per cápita del mundo, lo que atrae a mucha
población: dos quintas partes de sus habitantes son extranjeros, y entre los
nativos el 75% son chinos y el resto minorías de malayos, indios y euroasiáticos.
No es difícil encontrar occidentales, y la convivencia entre las distintas
culturas es patente desde el primer momento que se pisa el país. Quiero
comenzar con unas fotos de diversos edificios y templos que encontré a mi paso,
como meros indicios de la multiculturalidad cotidiana (porque para lo del
chicle no tengo mucha más explicación).
Y para comprender un poco mejor la ineludible amalgama
cultural, su densidad de población es equivalente a meter a todos los
habitantes de la Comunidad Valenciana (5 millones) en la isla de Menorca (700km2).
Esto, junto con el bochorno inherente a su geografía tropical e insular, puede agobiar al más pintado turista
o traviajador los primeros días. Pero no sucumban a las primeras bocanadas, también
tiene sus beneficios: igual de alta es la densidad de vegetación, que salpica
esta jungla de asfalto allí donde queda un palmo de tierra libre y funde los
grises con los verdes.
Y ya comenzando mi día libre en mi semana de traviaje, salgo
del hotel ubicado en la zona comercial “Orchad Road” (calle de la orquídea). Mi
primer y principal destino es la zona de “Marina Bay”, donde se encuentran las más destacadas atracciones turísticas y cuyo nombre a algunos les sonará sobre todo a Fórmula
1 (la cuidad se convierte en circuito urbano por un fin de semana al año). Voy
paseando hasta “Clarke Quay” que se encuentra a medio camino, y embarco para
tomar el primer contacto con la bahía desde el agua. Enseguida los pequeños comercios
dejan paso a los rascacielos que más adelante dibujarán el skyline de la cuidad
desde la vista de la Marina. Y ya entrando en la bahía, nos da la bienvenida el
mítico Merlión: símbolo de la ciudad, con cuerpo de pez y cabeza de león.
A la izquierda dejamos también el Durian, edificio auditorio
que debe su sobrenombre a su parecido con una fruta tropical (¡maloliente aunque sabrosa!). Pero sin duda, la
mayoría de los flashes de la bahía se los lleva el hotel Marina Bay Sands, flanqueado
por el museo de arte y ciencia cuya forma puede recordar a una mano blanca.
Una vez finalizado el paseo en barca, es de obligada visita
subir al piso 57 del hotel y contemplar la panorámica. Desde aquí, primero
podemos apreciar la piscina del hotel, pero mejor no morirnos de envidia y
mirar para otro lado, para contemplar por ejemplo: la isla de Sentosa con el
parque temático Universal Studios y los barcos esperado a atracar como telón de
fondo; la noria y una curva del trazado de Fórmula 1; el campo de fútbol cuya
superficie es demasiado valiosa para ocupar tierra firme; o el perfil de los
rascacielos que enfrentan al hotel.
Una vez de nuevo en tierra, volvemos a cosas más mundanas:
las tiendas del complejo “Marina Bay Sands” o la imperiosa necesidad de
climatizar los interiores, que deja este panorama en el exterior.
Más contrastes: cuando pienso que es poco probable que pueda
intercambiar alguna palabra en castellano durante mi estancia, encuentro un bar
de tapas español. Y me pregunto, ¿esto
entra dentro de lo singular, o de lo plural?
Entre semana, el trabajo se hace ameno y conozco a gente de
muy diferentes nacionalidades: indios, bangladesíes, chinos, alemanes, singapurenses,
pakistanís… El tráfico como en toda gran urbe es insufrible, y eso que me
comentan que es muy complicado comprar un coche por el alto precio de los impuestos.
Afortunado es ya aquél que puede permitirse una moto (que también abundan), no
quiero imaginar los ceros que deben tener en las cuentas los dueños de los
Maseratis, Ferraris o Lamborghinis, que tampoco son difíciles de ver por la
Marina o por Orchad. Otra cosa que también llama la atención es que para ir a
las oficinas no está de más llevar una rebequita, pues todo el día bajo el aire
acondicionado hace que parezca que has ido a trabajar al paralelo 60 (por allá
por Helsinki) en vez de estar casi rozando el ecuador (juro que no exagero
cuando les digo que una de las chicas en una garita de entrada llevaba puesto un
plumífero).
Y por último, la parte más mágica de las pocas horas libres
que dispongo entre semana: disfrutar del alumbrado nocturno, y por qué no… ¡de una pista de
patinaje en un centro comercial!