lunes, 16 de junio de 2014

Singapur



Singapur es singular. Es una isla ciudad-estado, en el sudeste asiático, cuyo idioma oficial es el inglés, donde se conduce por la izquierda y está prohibido masticar chicle.


Y Singapur es sobretodo plural.


Tirando de wikipedia para explicar algunos de estos hechos: Singapur fue fundada en 1819 por el británico Raffles (apellido muy presente al pasear por la cuidad), y fue colonia inglesa durante 144 años. A día de hoy, es el tercer país con mayor renta per cápita del mundo, lo que atrae a mucha población: dos quintas partes de sus habitantes son extranjeros, y entre los nativos el 75% son chinos y el resto minorías de malayos, indios y euroasiáticos. No es difícil encontrar occidentales, y la convivencia entre las distintas culturas es patente desde el primer momento que se pisa el país. Quiero comenzar con unas fotos de diversos edificios y templos que encontré a mi paso, como meros indicios de la multiculturalidad cotidiana (porque para lo del chicle no tengo mucha más explicación).



 Y para comprender un poco mejor la ineludible amalgama cultural, su densidad de población es equivalente a meter a todos los habitantes de la Comunidad Valenciana (5 millones) en la isla de Menorca (700km2). Esto, junto con el bochorno inherente a su geografía tropical  e insular, puede agobiar al más pintado turista o traviajador los primeros días. Pero no sucumban a las primeras bocanadas, también tiene sus beneficios: igual de alta es la densidad de vegetación, que salpica esta jungla de asfalto allí donde queda un palmo de tierra libre y funde los grises con los verdes. 



Y ya comenzando mi día libre en mi semana de traviaje, salgo del hotel ubicado en la zona comercial “Orchad Road” (calle de la orquídea). Mi primer y principal destino es la zona de “Marina Bay”, donde se encuentran las más destacadas atracciones turísticas y cuyo nombre a algunos les sonará sobre todo a Fórmula 1 (la cuidad se convierte en circuito urbano por un fin de semana al año). Voy paseando hasta “Clarke Quay” que se encuentra a medio camino, y embarco para tomar el primer contacto con la bahía desde el agua. Enseguida los pequeños comercios dejan paso a los rascacielos que más adelante dibujarán el skyline de la cuidad desde la vista de la Marina. Y ya entrando en la bahía, nos da la bienvenida el mítico Merlión: símbolo de la ciudad, con cuerpo de pez y cabeza de león.


  



A la izquierda dejamos también el Durian, edificio auditorio que debe su sobrenombre a su parecido con una fruta tropical (¡maloliente aunque sabrosa!). Pero sin duda, la mayoría de los flashes de la bahía se los lleva el hotel Marina Bay Sands, flanqueado por el museo de arte y ciencia cuya forma puede recordar a una mano blanca.




Una vez finalizado el paseo en barca, es de obligada visita subir al piso 57 del hotel y contemplar la panorámica. Desde aquí, primero podemos apreciar la piscina del hotel, pero mejor no morirnos de envidia y mirar para otro lado, para contemplar por ejemplo: la isla de Sentosa con el parque temático Universal Studios y los barcos esperado a atracar como telón de fondo; la noria y una curva del trazado de Fórmula 1; el campo de fútbol cuya superficie es demasiado valiosa para ocupar tierra firme; o el perfil de los rascacielos que enfrentan al hotel.





Una vez de nuevo en tierra, volvemos a cosas más mundanas: las tiendas del complejo “Marina Bay Sands” o la imperiosa necesidad de climatizar los interiores, que deja este panorama en el exterior.


Más contrastes: cuando pienso que es poco probable que pueda intercambiar alguna palabra en castellano durante mi estancia, encuentro un bar de tapas español. Y  me pregunto, ¿esto entra dentro de lo singular, o de lo plural?


Entre semana, el trabajo se hace ameno y conozco a gente de muy diferentes nacionalidades: indios, bangladesíes, chinos, alemanes, singapurenses, pakistanís… El tráfico como en toda gran urbe es insufrible, y eso que me comentan que es muy complicado comprar un coche por el alto precio de los impuestos. Afortunado es ya aquél que puede permitirse una moto (que también abundan), no quiero imaginar los ceros que deben tener en las cuentas los dueños de los Maseratis, Ferraris o Lamborghinis, que tampoco son difíciles de ver por la Marina o por Orchad. Otra cosa que también llama la atención es que para ir a las oficinas no está de más llevar una rebequita, pues todo el día bajo el aire acondicionado hace que parezca que has ido a trabajar al paralelo 60 (por allá por Helsinki) en vez de estar casi rozando el ecuador (juro que no exagero cuando les digo que una de las chicas en una garita de entrada llevaba puesto un plumífero).

Y por último, la parte más mágica de las pocas horas libres que dispongo entre semana: disfrutar del alumbrado nocturno, y por qué no… ¡de una pista de patinaje en un centro comercial!